“Als die Nazis die Kommunisten holten, habe ich geschwiegen; ich war ja kein Kommunist.
Als sie die Sozialdemokraten einsperrten, habe ich geschwiegen; ich war ja kein Sozialdemokrat.
Als sie die Gewerkschafter holten, habe ich geschwiegen, ich war ja kein Gewerkschafter.
Als sie mich holten, gab es keinen mehr, der protestieren konnte.”** (ver traducción al final)
Estas palabras forman parte de ¿Qué hubiera dicho Jesucristo?, sermón que el pastor luterano Martin Niemöller (1892-1984) predicó en la Semana Santa de 1946 en Kaiserslautern (Alemania). Sin duda podría tratarse de uno de los tantos asépticos discursos evangélicos que prescriben la buena doctrina si no fuese porque es el resultado de una lección vital (y moral) que Niemöller aprendió en sus propias carnes. Es asimismo el arrepentimiento público de un adepto al régimen nacionalsocialista que creyó en el resurgimiento nacional de Alemania tras las cenizas de la Gran Guerra, en la regeneración del cristianismo frente al judaísmo y en la victoria sobre la amenaza comunista. Sin embargo, inesperadamente se tornó en víctima cuando Hitler impuso, en el marco de la Gleichshaltung –política de homogeneización–, el Arierparagraph (Párrafo Ario), instando a las iglesias protestantes la inmediata expulsión de todo cristiano con antepasados judíos. Pese a su antisemitismo tradicional, Niemöller rechazó semejante despropósito en virtud del sacramento del Bautismo, que convierte en cristiano a cualquier persona sin tener en cuenta su fe anterior (si la tuviere), su pertenencia a una determinada raza o la filiación religiosa de sus ascendientes. Esa traición a la esencia ecuménica y universal del cristianismo, así como la instauración progresiva de un neopaganismo de base ariosófica, impelió al pastor luterano a fundar en 1934 la Pfarrernotbund (Liga Pastoral de Emergencia) y a unirse a la Bekennende Kirche (Iglesia Confesional). La persecución nazi no se hizo esperar y cientos de pastores fueron arrestados, llevados a campos de “reeducación” e incluso ejecutados por su clara oposición a la nazificación de la iglesia protestante. Niemöller, el otrora adalid e hijo predilecto del régimen, no fue la excepción: Hitler tomó su rebeldía como un asunto personal y ordenó su arresto en 1937. Culpable de acciones subversivas contra el Estado, fue condenado en 1938 a siete meses de reclusión. Tras cumplir la pena, fue nuevamente detenido por la Gestapo de Heinrich Himmler e internado durante siete años (1938-1945), hasta la liberación de los Aliados, en los campos de concentración de Dachau y Sachsenhausen como “prisionero personal del Führer”. Siete años de cautiverio sirvieron para que Niemöller, que durante un tiempo había guardado silencio ante la barbarie porque simplemente creía que “no iba con él”, porque creía que sólo afectaba a aquellos que estaban en el punto de mira nazi y no al conjunto de la sociedad alemana, asumiera su culpabilidad, su connivencia, y tomara consciencia del principio de responsabilidad como exigencia moral que todo individuo debe tener frente a sus actos, sus elecciones y la repercusión que crean en el mundo.
Si bien quizás no de virtud, Niemöller sí fue un ejemplo loable de enmienda, de saber rectificar a tiempo en aras del bien común y de ser consecuente con su labor evangélica en tiempos de cólera. Por ello es lamentable que actualmente, en pleno s.XXI, existan individuos en el seno de la Iglesia, sea católica o protestante, que, lejos de cumplir con su deber cristiano, se sirven del poder que les confiere el alzacuellos, la mitra o el cargo eclesiástico para pontificar sobre lo humano y lo divino, cometiendo injerencias en asuntos políticos y haciendo manifestaciones impropias de un ministro de Dios. Me refiero, por ejemplo, a las patochadas que el arzobispo de Granada, Javier Martínez, profirió en la homilía del pasado 20 de diciembre, “en la que comparó la reforma de la Ley del Aborto con el régimen de Hitler, alegando que los crímenes nazis no eran tan «repugnantes» como los que permite cometer dicha ley”. ¿Sabe qué le digo, señor Martínez? Tan repugnantes fueron los crímenes nazis como lo es su retorcida mente. Vergüenza debería darle restar gravedad al sufrimiento y faltar a la memoria de veinte millones de personas que perecieron en el Holocausto (judíos, eslavos, gitanos, disidentes políticos, etc.). Millones de víctimas entre las que –permítame recordarle– se encontraban cientos de obispos, sacerdotes, frailes y hermanas católicos, en su mayoría polacos, que perdieron la vida por no querer abandonar su fe o por defender a los más débiles. Es el caso de Maximilian Kolbe (1894-1941), un fraile franciscano que se ofreció para sustituir a Franciszek Gajowniczek, un sargento polaco casado y con hijos que había sido condenado a morir de inanición en represalia por la fuga de otro prisionero. Kolbe sobrevivió a tres semanas de ayuno y finalmente fue asesinado por una inyección de fenol en el KZ-Auschwitz. El Papa Juan Pablo II lo declaró mártir décadas después, así como a otros 108 religiosos. ¿Se acuerda de Karol Wojtyła, señor Martínez? Antes, mucho antes de convertirse en pontífice, fue un joven polaco de fe católica, perseguido por la Gestapo y obligado a esconderse en buhardillas de Cracovia para evitar ser deportado a un campo de concentración. Pero supongo que eso, a fin de cuentas, no debe de parecerle tan “repugnante”.
Para más inri (nunca mejor dicho), esta semana leíamos en todos los periódicos, a propósito del funesto seísmo en Haití, que el recién nombrado obispo de San Sebastián, José Ignacio Munilla, había asegurado a la cadena SER que “mucho peor que las muertes, el dolor y el caos instalado en la isla caribeña […] es «nuestra pobre situación espiritual y nuestra concepción materialista de la vida»”. ¿Es esto caridad cristiana? ¿Es esto el Deus caritas est que anunciaba la primera encíclica del Papa Ratzinger? ¿Se atreve a hablar de pobreza de espíritu quien, por sus inhumanas palabras, se retrata como el más miserable entre los miserables? Jesucristo dijo: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mateo 5:1-3). Y también dijo: “Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros” (Juan, 13:24). No lo digo yo sino Aquél al que estos sujetos han consagrado su vida.
Y, finalmente, como si existiera una especie de conexión mental entre mamelucos, podríamos mencionar la brillante explicación que el reverendo evangelista Pat Robertson ofreció sobre la catástrofe en Haití. Según él, todo se debe a un pacto que este país hizo con Belcebú a fin de librarse de los colonizadores franceses. Y el terremoto es el justo castigo divino por cometer semejante herejía. Por supuesto, tras el revuelo armado en Estados Unidos –con intervención de la Casa Blanca incluída–, el portavoz de la cadena donde Robertson expuso sus historias para no dormir se apresuró a decir que las palabras del reverendo habían sido malinterpretadas. Quizás tiene razón; quizás lo que ocurrió es que fue víctima de una posesión infernal. De lo contrario, no podrían entenderse esas afirmaciones dignas de un ser abyecto e inhumano.
Blanca Gª Manjón
**“Cuando los nazis vinieron a buscar a los comunistas, guardé silencio, porque yo no era comunista.
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, guardé silencio, porque yo no era socialdemócrata.
Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, no protesté, porque yo no era sindicalista.
Cuando vinieron a buscar a los judíos, no protesté, porque yo no era judío.
Cuando vinieron a buscarme, no había nadie más que pudiera protestar.”
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